las medias del detective



Dicen que las balas no se sienten llegar, no se ven, no se oyen, sólo un golpe inesperado y luego el estadillo, el de fuera y el de dentro. Dicen que el del interior es peor, que el instantáneo resplandor de la carne al romperse en mil pedazos provoca, rebotando en todos y cada uno de los huesos, un ruido ensordecedor que eclipsa al del disparo, por muy cercano que fuera. Dicen también que cuando el metal rompe un hueso, las esquirlas de éste son metralla que multiplica por mil los efectos devastadores del balazo. Pero no tengas miedo: en Navidad las balas son más blandas, entran llorando y matan más deprisa.

Mañana hará un año que te conocí. Quisiste acabar la nochebuena en la cama y acepté. Fuiste mi regalo y te cambié por el premio. "No se puede tener todo", decías.

Hoy es 23 de diciembre. Ayer jugué a la lotería, como siempre. El mismo número de mi padre, el que jugaba el padre de mi padre, el que nos hizo poderosos, el que siempre ganaba. Ayer perdí. No se puede tener todo, y todavía eres mía. Mañana pagaré.

Mañana, cuando entres y te desnudes sigilosa en mi cuarto, cuando te deslices entre mis sábanas y mi piel en busca de calor y un polvo, buscaré tus labios con los míos, acercaré la pistola a tu pecho y saldaré mi deuda. Y así, besándote, me encontrarán cuando vengan a por mí.


oporto

El camino era recto, y la ley de la gravedad ayudaría a hacerlo fácil. Paulo Bulhão se giró con toda la elegancia que pudo encontrar, cerró los ojos para sentir las últimas caricias del sol tardío, y empezó a bajar entre las vías, recordando aquello de que la línea recta es el camino más corto para huir. Paulo no cayó en la cuenta, sin embargo, de que la traidora luz no dejaba ver el final y, sobre todo, de que habría estado bien conocer el horario del tranvía.


iglesia con ropa y mujer


A Doña Felisa intentamos convencerla para que tendiera su ropa blanca en otro sitio, y ella decía que sí, que bueno, que vale, que ella sabría, y luego se callaba. Pero a la semana siguiente seguía buscando la misma pared, la que en el interior ocupaba la Inmaculada.


bajo el paraguas




Empezó a llover, podíamos irnos, mojarnos, o juntarnos debajo del único paraguas (yo no tengo, le dije). El suyo era pequeño, no sabíamos donde colocar las piernas ni qué hacer con las manos, con la mirada, con la risa, con los labios, no era fácil encajarse en una silla y mantener la compostura, así que antes de darnos cuenta ya estábamos mezclados. Fue un primer beso húmedo en todos los sentidos. La gente se había ido y cuando él cogió mi bolso para protegerlo de la lluvia, asomó impúdico el mango de mi paraguas. Lo agarró y se lo ofreció a un señor que pasaba por allí.
Me levanté y me marché indignada: mi paraguas podía parecer barato, pero tenía un gran valor sentimental.


a la biblioteca

Al llegar a mi casa y precisamente en el momento de abrir la puerta, me vi salir. Intrigado, decidí seguirme, aunque a prudente distancia, porque nunca me ha gustado ser observado. Bajé las escaleras como siempre, de dos en dos, pero al llegar a la calle, giré a la izquierda, lo que me llenó de inquietud.

Hay que decir que mi calle tiene sólo una salida a la ciudad, que queda a la derecha según salimos del portal. En el otro sentido no hay nada, casi en el sentido más literal del término: una casa de una planta deshabitada y en ruinas desde los últimos bombardeos, y una altísima valla, que no deja ni siquiera ver más allá, cerrando la calle. La valla tenía una puerta que nunca había visto abierta. No recordaba haberme dirigido ni una sola vez en esa dirección en los meses que llevo viviendo aquí.

Me asomé desde el portal y me vi caminar con una decisión y tranquilidad que parecían indicar que esa dirección no me era extraña. Pasé por delante de los restos de la casa y me paré delante de la puerta de la valla. Del bolsillo derecho de la chaqueta saqué una llave con la que la abrí. Pasé al otro lado y antes de cerrar la puerta miré hacia la calle que quedaba a mis espaldas. Me descubrí. Me quedé paralizado, sin saber qué hacer, mientras en mi cara se dibujaba un gesto de asombro, primero, y de decepción después. Cerré la puerta y desaparecí.

No he vuelto a verme desde entonces y aunque a menudo sueño con otra vida, ahora ni siquiera estoy seguro de existir.


salamanca, el río, el puente y la niebla


—Fíjate —dijo Enrique Gortaz—, es espesa como una nube. Estoy seguro de que flotaré.
—No sé —dijo su amigo—, no te veo tan plano. Yo no probaría.
Probó, y en realidad no sabemos si flotaba, porque nadie más ha vuelto a ver a Enrique Gortaz, que desapareció entre el puente y la niebla.


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1: Lo había conocido pocos días antes, mientras jugaba con un calendario nuevo que no quiso darle para su colección.

2: A cambio, le regaló un café y dos horas de charla sentados junto a la ventana de la cafetería.

3: El día 24 habían celebrado la nochebuena revueltos entre sábanas. Nadie había ido a adorarlos.

4: El jueves había llovido. Por la noche pisaron todos los reflejos de los semáforos en ámbar de la avenida.

5: A la mañana siguiente, mientras los carteros gritaban felices fiestas, él ya no estaba a su lado. Sobre la almohada, encontró el calendario.

6: Volvió a odiar la navidad, más aún así, con el corazón recién encogido y un recuerdo triste en el puño.

7: El sábado no quiso ver a nadie. Apagó el móvil y lloró desde el balcón hasta que las lágrimas le devolvieron reflejos demasiado dolorosos.

8: El domingo abrían las tiendas. Se compró un conjunto de ropa interior negro y escandalosamente caro, y un vestido que no lo eclipsara.

9: Por la noche se emborrachó.

10: El día 31, lunes, le dolían la cabeza y el mundo difuminado por la niebla.

11: A las diez y media de la noche sonó el teléfono. Era él. Dejó que sonara sin cogerlo. Volvió a llamar a las once menos veinte, a menos cuarto, a menos cinco, a las once y diez, a las once y cuarto, a y diecisiete, a y veintidós, a las once y media, a menos veinticinco, a las doce menos cuarto.

12: A las doce menos diez, cuando sonó por duodécima vez, descolgó y escuchó durante siete minutos sin pronunciar palabra. Luego le dijo que sí, y esperaron a que sonaran las campanadas, aunque a ella ya no le quedaban uvas.


noche americana

Yo tenía un reloj que adelantaba y atrasaba cuando quería. Literalmente. Por ejemplo, en cuanto se enteró de que no me gustaba madrugar, se adelantaba cada noche dos horas, se ponía a sonar como un loco, y esperaba después, en medio de un silencio expectante, a que subiera la persiana. Entonces llegaban, juntas, mis maldiciones y sus carcajadas.

También tenía una novia, Ana, que no le gustaba a mi reloj. Cada vez que tenía una cita con ella, se paraba una hora antes y sólo cuando ya era muy tarde para todo, ponía sus manecillas a girar como ventiladores. Estas tonterías me crearon muchos problemas, no sólo por los plantones que di, sino, sobre todo, por lo increíble de mis explicaciones: "¿Que dónde estaba a la seis en punto? ¡Si hoy no ha habido seis en punto!". "Y mañana, ¿crees que mañana habrá seis y media?". Cuando ella contestaba así me parecía notar cierta ironía, pero hacía como que no entendía nada y seguía hablando de otra cosa. Pensándolo ahora, así, en plan flashback peliculero, no podría asegurar que tuviera más de dos citas con ella: la primera y la última. ¿O fue sólo una?

Un día especialmente atroz en lo que al tiempo se refiere, y no hablo del atmosférico, ella me llamó para decirme que no quería verme más. No me extrañó, pero me cabreó bastante tanta incomprensión, así que poco después, o quizá fue poco antes, empaqueté el reloj y se lo envié como regalo de despedida.

Nadie ha vuelto a saber de Ana.


dos paseos

Era noche cerrada cuando el Laguna paró en el área de descanso de la autopista y Arturo descendió del coche.

—Esto me parece una pérdida de tiempo. Y no tenemos mucho —dijo Lidia desde su ventanilla.

—Tengo que mirar las ruedas —contestó él.

Arturo fue mirando los neumáticos uno a uno. Cuando terminó se acercó a la ventanilla de la mujer y le dijo:

—Hay una rueda casi sin aire. Seguro que está pinchada.

—¡Mierda! —Lidia miró primero su reloj, y después el enorme y desierto aparcamiento—. Pues la cambias y ya está.

—Allí parece haber un camión —dijo Arturo.

—¿Para qué quieres un camión?

—Nunca he cambiado una rueda.

—¡Joder! Yo creía que los tíos nacíais sabiendo ciertas cosas. ¿Sabes qué hora es?

—Pues ya ves, y sí, sí sé qué hora es. ¿Tienes una linterna?

—Sí, claro. Nunca salgo de casa sin el pintalabios y una linterna.

Arturo comenzó a caminar hacia el otro extremo del aparcamiento.

—No tardes, que esto da miedo —gritó ella.

—Baja el seguro.

El camión parecía abandonado. Unas cortinillas cubrían luna y ventanillas en la cabina. Arturo dio una vuelta a su alrededor y volvió sobre sus pasos.

—No hay nadie —le dijo a su acompañante.

—¿Cómo no va a haber nadie? ¿Dónde se va a ir el conductor si en esta mierda de sitio que has escogido no hay nada de nada? Seguro que no has mirado bien.

—No hay nadie.

—¿Has llamado a la puerta? El conductor estará dormido dentro.

—Ve y prueba tú. Yo voy a buscar la rueda.

—¡Genial! ¡Va a buscar una rueda en su coche! Es como un puto chiste. ¡Joder, es tardísimo! Desde el primer momento sabía que me iba a arrepentir de follar contigo.

—En el hotel no protestabas tanto.

—¡Ah, aquello era un hotel! Perdón por no darme cuenta. ¿Cómo iba a protestar si me quedé sin palabras desde que vi dónde parabas?

—Sí, un hotel de mierda que yo he pagado, para un polvo de mierda de diez minutos. Si llego a saber la prisa que te iba a entrar, lo habíamos hecho en el servicio de la oficina. Y ahora podías bajar y echar una mano, ¿no?

Lidia dejó el bolso en el asiento del conductor, salió, cerró de un portazo y se dirigió hacia el camión. Arturo abrió el maletero y revolvió en su interior. Lo cerró y buscó debajo del volante la palanca con la que abrió el capó. Lo iluminó como pudo con el mechero, pero allí tampoco estaba la rueda.

En el otro extremo del aparcamiento, el camión encendió las luces y se puso lentamente en movimiento. Arturo abandonó su búsqueda para mirar cómo maniobraba hasta coger el carril hacia la autopista. Cuando los focos traseros se perdieron en una curva, empezó a sonar el móvil de Lidia dentro del bolso. Arturo la buscó con la mirada por todo el área. Estaba desierta. Gritó su nombre. Nadie contestó.

Cogió el móvil del bolso y miró la pantalla: era el marido. Lo dejó sonar hasta que se cortó. Volvió a llamar a gritos a Lidia. Nada. A lo lejos se oía el rumor de los coches que corrían por la autopista.


despedida


La anciana se agarró del brazo de su hija, cerró los ojos y sumisa dejó que la otra pensara por ella, y que así se la llevara lejos del cementerio donde el abandono tenía aires de inesperada cotidianeidad entre gente que trabajaba, gente que lloraba, gente que iba y venía, conversaciones, pésames, abrazos, oraciones, coches que acababan de llegar y que de repente se irían, las flores, el sol, el sonido opaco de la piedra.
La joven sujetó con fuerza a su madre y quiso sentir que la tristeza repartida era más llevadera mientras la acompañaba al hogar convertido en desierto de paredes verticales, cárcel vacía, depósito de muebles inútiles repletos de luto.
Palabras susurradas entre ellas, sollozos, quejidos casi mudos, y un ruego repetido: "Vente conmigo, por lo menos unos días, no puedes quedarte aquí así, sola".
La anciana miraba a su hija y decía que no con la cabeza, con la mirada, con el pañuelo que llevaba entre la mano y los ojos, porque esa batalla era suya y a la insoportable congoja del día siguiente quería plantarle cara ahora que todavía el frío no había invadido cada uno de sus huesos.
Los hombres, mientras tanto, se reunían en grupos alrededor de la puerta del cementerio. Había que planificar, rehacer, sustituir, repartir, vengar incluso. Algo más lejos, sobre varias lomas alrededor del pueblo, aparentes cazadores vigilaban con escopetas cargadas colgadas al hombro.


Solo o en compañía


La playa de París es de adoquines.


encuentro

En este juego uno, por riguroso turno, baja hasta el agua solo, sólo para regresar.
El otro, en este juego, espera solo, sólo para mirarlo volver.


detalles

—Tú espera al volante y con el motor en marcha.


junio


Cuando miró hacia atrás, se tropezó con su memoria añorando todas las horas aburridas en cualquier sombra que escapara de la siesta.


la mancha roja


Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

(Cortázar. Instrucciones para subir una escalera)


paraguas amarillo


Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.
(César Vallejo)


http://www.saltadistinta.com.ar/vallejos.htm


salamanca, 2008


en camino


pino bis


prisas


el pulmón asfixiado


sissy emperatriz


en el museo


la huida


la amenaza


abducción


dos, o uno y una


Domingo por la mañana


perdido en los reflejos


la playa de julio


diciembre


la retirada


el encuentro


taxis


cuadros de luz y risas


náufrago (aka tercera parte)


el último


el abrigo del 13


los espantes


escenas de cuentos mudos


Apulia, Océano Atlántico


paisajes verticales