bajo el paraguas




Empezó a llover, podíamos irnos, mojarnos, o juntarnos debajo del único paraguas (yo no tengo, le dije). El suyo era pequeño, no sabíamos donde colocar las piernas ni qué hacer con las manos, con la mirada, con la risa, con los labios, no era fácil encajarse en una silla y mantener la compostura, así que antes de darnos cuenta ya estábamos mezclados. Fue un primer beso húmedo en todos los sentidos. La gente se había ido y cuando él cogió mi bolso para protegerlo de la lluvia, asomó impúdico el mango de mi paraguas. Lo agarró y se lo ofreció a un señor que pasaba por allí.
Me levanté y me marché indignada: mi paraguas podía parecer barato, pero tenía un gran valor sentimental.

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