despedida


La anciana se agarró del brazo de su hija, cerró los ojos y sumisa dejó que la otra pensara por ella, y que así se la llevara lejos del cementerio donde el abandono tenía aires de inesperada cotidianeidad entre gente que trabajaba, gente que lloraba, gente que iba y venía, conversaciones, pésames, abrazos, oraciones, coches que acababan de llegar y que de repente se irían, las flores, el sol, el sonido opaco de la piedra.
La joven sujetó con fuerza a su madre y quiso sentir que la tristeza repartida era más llevadera mientras la acompañaba al hogar convertido en desierto de paredes verticales, cárcel vacía, depósito de muebles inútiles repletos de luto.
Palabras susurradas entre ellas, sollozos, quejidos casi mudos, y un ruego repetido: "Vente conmigo, por lo menos unos días, no puedes quedarte aquí así, sola".
La anciana miraba a su hija y decía que no con la cabeza, con la mirada, con el pañuelo que llevaba entre la mano y los ojos, porque esa batalla era suya y a la insoportable congoja del día siguiente quería plantarle cara ahora que todavía el frío no había invadido cada uno de sus huesos.
Los hombres, mientras tanto, se reunían en grupos alrededor de la puerta del cementerio. Había que planificar, rehacer, sustituir, repartir, vengar incluso. Algo más lejos, sobre varias lomas alrededor del pueblo, aparentes cazadores vigilaban con escopetas cargadas colgadas al hombro.

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